Veo desde mi ventana la nieve que cae, mientras espero inconscientemente a que se enciendan los focos que han de iluminar la Catedral y la Clerecía. El cielo tiene un color raro anaranjado, mero reflejo de las luces de la ciudad. A mediodía, cuando empezó a nevar con fuerza, el cielo tenía un color casi blanco y una apariencia opaca, como de algo sólido. Desde entonces, la nieve lleva cayendo con parsimonia, y pese a encontrar el suelo mojado por la lluvia anterior, cada vez va cuajando en más lugares: primero en los tejados; luego, en las escasas manchas de hierba aún verde y en los automóviles aparcados, como en una lenta batalla en que unos indistinguibles soldados blancos fueran conquistando, poco a poco, un territorio.

Todo parece indicar que si esta noche sigue así, mañana amaneceremos con un buen manto de nieve, como hacía años no se veía en esta vieja ciudad. El ejército blanco, entonces, habrá conquistado sus objetivos. Será necesario esperar a que el Sol, ese viejo general que nunca se cansa de librar batallas, consiga asomar entre el techo de nubes con el calor suficiente. Pero eso será otra historia...

Barón Rojo