Ref: a Etílico de Arga puesto el 20/1/100 0:02
Me ha encantao:-)
Ref: a SÓCRATES de Arga puesto el 20/1/100 0:08
Aguas vulgares, envasadas para el ejercicio, luego burbujeantes y finalmente, evaporadas a 80º. Hay que ducharse después, claro con agua fría. Lo que no he probado es a tirarme un aerolito congelado por la cabeza. Por eso estoy aquí todavía:-DDDD
Ref: puesto el 20/1/100 0:26
Y la noche acabó con tus ojos
Ref: de Arga puesto el 20/1/100 9:19
¡¡Buenos días!!!

Con estos fríos, parece que al personal le gusta quedarse en la cama:-)
Me voy al agua, otra vez, pero me secaré después el pelo, para que no se me congele como ayer. ¡Pasadlo bien!
Besos:********************
Ref: The little Flower/Brain.. puesto el 20/1/100 11:11
Buenos días!
Hoy no hay cocos, no hay sol, no hay NADA.....
Sabes Brainkiller?
Como tienes una Venita Andaluza, aqui tienes algo, para mi bonito, ( que es mi tierra) tomalo con muchisimo Cariño.

Pocas veces tierra mía
Me he alejado de ti
Pero esas veces, Andalucía
Eran como un sin vivir
Por tus campos he navegado
Con la vela de mis piernas
Allí aprendí a ser quien soy
Descubrí la verdadera ciencia.
Con la magia de tu gente
Sus costumbres y sus fiestas
La música de tus guitarras
Que me hechiza y me embelesa.
No distingue a los extraños
Todo lo abarcan, sus brazos
Dos días en Andalucía
Ya constituyen un lazo.
Por eso y más, tierra mía
Si me alejo de ti algún día
Me llevaré mi guitarra
Algo de tu magia y fantasía
A cambio te dejo mi alma,
Esa siempre estará contigo.
Andalucía..........

Besos de esta pequeña Flor, que aunque pequeña. (jjeje) tiene un gran corazón.
Ref: The littler Flower puesto el 20/1/100 11:50
Bueno!! tampoco hay que exagerar, que si cierro los ojos, me veo en una tumbona bajo un Cocotero, ehh
Pero aun sigo sin bronceador, me tostaré al sol como una sardina, Y SIN BRONCEADOR!!!!
He de reconocer que esta semana estuve un poco Mustia, si,,,mi pequeña flor empezó a marchitarse, a no ver la Luz, a no ver nada, pero aqui está la Pequeña Flor llena de alegría, como siempre debió de ser.
Muchos conoceis a esta Flor Vivaracha,llena de risas y desentendida , desentendida no,, mejor despistada jajajajja.... ( coñas) ya me centro, desde aqui daros a todos un Besazo, a Vosotros mis amigos Virtuales que no los considero como tal, SON AMIGOS! y a mis otros amigos, siii... esos que van a tu casa como si fuesen la de ellos y te vacian la nevera, pues a esos un Abrazo.
Besos desde este caluroso Sur,
ahhhhhhhhhhhh!!!!!!!
Quien me pone un poco de bronceador en la espalda? por ejemplo,,,,, ( uyssss que intenciones)...........
Ref: NINA puesto el 20/1/100 13:36
Alguien sabe como se imprime un sueño? por favor lo necesito para hoy Besitos
Ref: the little flower/NINA puesto el 20/1/100 13:58
Cariño
Te he contado mi sueño bajo un cocotero?
ese no hay que imprimirlo, HAY QUE VIVIRLOOOO!!!!!
que más me da a mi quien me ponga el bronceador.... jajajajajajaa.

Besos mi adorada NINa.
Ref: Halcón Peregrino puesto el 20/1/100 16:35
A dulces melodías suenan tus palabras en mis oídos,
vagabundo de la vida fui hasta que encontré a mi estrella
y verso a verso escribo mis sentimientos por ti
sin medidas, sin imposiciones, sin nada
sólo letras que como notas vuelan con el viento
hasta el hogar donde mora nuestras almas
la tuya y la mía, sí esas
las de un Halcón y una Orquídea.
Ref: DAJO para MACKAY puesto el 20/1/100 19:42
¡Enhorabuena, peassso escribidor!
Ya andaba yo diciendo "coincido con este tipo en lo que dice y me gusta lo bien dicho que está, ¿a ver quién es?", cuando de repente, PLAF, el MIRA se me vino a las mientes...

Poseso. Que mu bien, musshasho :-)))
Ref: NINA-A MI AMIGA puesto el 20/1/100 19:45
A UNA ROSA HERMOSA. LE DECIDO MI CANCION. PIEDIENDO QUE ME PERDONE. PORQUE YO NO SE PROSA. PERO SI TENGO CORAZON. ELLA ES LIMPIA Y BLANCA. SU CARITA ES DE ALGODON. SU HERMOSURA ES NOTORIA. PERO YO MIRO SU INTERIOR. Y ESTA FLOR TAN HERMOSA. AHORA SE MARCHITA DE AMOR. ELLA QUE DIO TODO. SOLO TUVO DOLOR. PERO MI AMIGA APRECIADA. COMO ES TODA CANDOR. TIENE UNA RECOMPENSA INMENSA. Y SE LE LLENARA EL CORAZON. CUANDO SEPA QUE SU AMIGA. SIENTE POR ELLA MUCHO AMOR. MAÑANA RECUERDA QUE SALDRA EL SOL,PARA TODOS VALE?
Ref: Soy Lander puesto el 20/1/100 19:46
Hola amigos, en este periodo de examenes, estoy solo y me gustaria que me escribierais a llopeber@alum.uax.es , si estais aburridos, ya sabeis donde teneis un amigo. Saludos Lander
Ref: Hass puesto el 20/1/100 20:21
Hola a todos,
¿Sabeis que esta noche hay eclipse total de luna?
¿Quien va a estar pendiente del cielo a las 4, las 5 o las 6 de la madrugada?
Reconozco que a mi me encantaría pero no creo que mi cuerpo aguante hasta esa hora o sea capaz de levantarse cuando suene el despertador...... brbrbrrbr con el frío que hace!
Y que haría yo encantada y encima congelada? Creo que mejor esperaré a un eclipse en verano, aunque desconozco cuando toca otro de estas características.
Ref: Hass puesto el 20/1/100 20:23
.............................................................................................................Un saludo a todos..............................................................................................................................
Ref: Recuerdos de 1937 (IV) puesto el 20/1/100 20:47
El "Deustchland"* se dirigió al puerto británico de Gibraltar por dos motivos: verse sometido a reparación y repatriar a los muertos y heridos. El 30 de mayo de 1937, Hitler convocó una reunión urgente de su gabinete para estudia la respuesta más conveniente. Entonces a Almería le tocó pagar los platos rotos. Antes de proseguir, he de recordar que las costas españolas se hallaban divididas en sectores de vigilancia por parte de las potencias europeos para evitar la entrada de material a los dos bandos. Estas potencias ( Alemania, Italia, Francia y Reino Unido ) formaron el "Comité de no intervención" que se demostró a la larga inútil. Pues bien, la ciudad de Almería fue elegida porque entraba dentro de la zona alemana de vigilancia y así la flota atacante no despertaría sospechas. Pero hubo otras razones que llevaron a la elección de Almería: la ciudad se halla en una bahía sin protección alguna; así mismo no disponía de defensas y por esos días el acorazado republicano "Jaime I" no se encontraba amarrado en el puerto.

** Tanto el 'Admiral Scheer' como el 'Deutschland' son buques gemelos del famoso corsario germano 'Graaf Spee' que protagonizó uno de los episodios más conocidos de la Segunda Guerra Mundial, el cual hundió más de una decena de barcos aliados en el Atlántico Sur y el Indico en 1939, antes de autodestruirse en Montevideo.

*** TIBERIO. MM ***
Ref: Un Premio para El Parque puesto el 20/1/100 20:57
MANIQUÍ



Finalista en un Certámen Nacional de Relatos.


Especialmente para Proxi y Pal.


Con meticulosidad de perista examinó el sello de Amadeo de Saboya, tras la lupa unos ojos insomnes e idénticos al del felino pendenciero que lo miraba con asombro alucinado. Santiago Fidalgo pasaba de los cuarenta. Era enjuto, oscuro, cetrino, tenía el pelo ralo y escaso, inclinado con precisión milimétrica hacia la izquierda, encolado de brillantina y caspa. Tan anacrónico como el álbum de fotos donde guardaba los sellos, folios autoadhesivos de una marca de puros amarilleados por el tiempo. Tan gastado como su capacidad de sorpresa con las cosas que le rodeaban, que a fin de cuentas no eran otras que su propia existencia en soledad.

Miró la hora y forjó en el rostro una expresión de inminen- cia obligada. Eran las seis y diez de la mañana. A las seis y cincuenta debía estar listo para coger dos autobuses y el metro. A las ocho clavadas tenía que estar picando en el reloj de la oficina. Guardó el sello y el álbum con pulcritud melindrosa, se quitó el batín alcanfórico que llevaba puesto. Embutido en los mismos pantalones de siempre y en aquel polo de seminarista con- testatario, salió a la calle con zapatos negros de largos cordo-nes, la chaqueta revuelta con el viento de las prisas. Le gustaba ser el primero en llegar al trabajo, no como esos ineptos perezosos que llegaban cada día arrastrándose como chusma de tropa imberbe, incapaces de hacer nada, tullidos funcionales. Los otros decían por lo bajo que el único esquirol posible en la empresa sería él, que su espíritu tenía vocación traidora y puntualidad de cristal líquido.

El día había amanecido envuelto en una claridad germinal. A la postre era primavera, pero a Santiago tal circunstancia le traía sin cuidado. Unánime en su austeridad espartana, consideraba que distraer la atención en semejantes menesteres era un vicio ignominioso que al final se terminaba pagando. Como oficial administrativo de primera, postulaba la eficiente racionalidad como norma suprema de conducta, la gestión resolutiva de los problemas diarios sin la cual nada podría marchar. Y así se pasaba la jornada de trabajo, entre balances y libros de contabilidad, instruyendo con aire circunspecto a cuantos jefes le ponían en el Departamento de Negociado, jóvenes recién salidos de la facultad y totalmente legos en la materia. Los estudios otorgarían cierto prestigio y dinero, sí, pero la experiencia siempre proporcionaba trienios de sabiduría.

Salió de la oficina a las tres y se metió en una casa de co-midas próxima. No era lo usual por su parte, pero el huérfano café con leche de las diez, la inabarcable remesa de albaranes y el sol de plomo que caía afuera le obligaron a tomar asiento y a comer algo donde fuese. El hule de la mesa desprendía un rancio olor a pasado como las lentejas en crudo que le sirvieron, colcadas igual que sus tardes idiotas mirando la colección de sellos, un tesoro oculto y no un desastre ambulante como Ciro cuando llegaba a casa trasquilado después de alguna correría nocturna. Para entonces, ya habría templado los nervios con una copa de anís mientras escuchaba los programas didácticos de Radio Nacional, con sus boletines de noticias desgranando las horas y esos servicios de socorro de personas que desaparecen y nadie encuentra, la sugestión de intriga sin motivo que lo evadía de todo a un tiempo.

La monda de naranja que no pidió se la encontró cruzando un parque. Los tilos, desbordados de flores, rebosaban hermosura, y dos jóvenes amartelados en un banco parecían olerse sin urgencias. Santiago apretó el paso columbrando por defecto que ya se le hacía tarde aunque no sabía por qué: lejos de envidiar el amor ajeno, le horadaba el rencor y la certidumbre de ver cómo gastaban el tiempo en oficios tan pueriles, la excusa hipócrita para justificar el deseo y así tal vez perpetuar la especie. Deambuló perdido entre grandes avenidas comerciales, discordante la imagen de su retina con una sombra de recuerdo: bloques tétricos, descampados tristes, portales que olían a aceite de refrito. Habitaba en uno de esos arrabales obreros donde la penuria se oculta tras el eufemismo de la poligonal sencillez.

Se dio cuenta por eso, porque la calle era rectilínea y amplia, de aceras suntuosas y pulidas como cristales de hielo. Lo comprobó al atarse el cordón del zapato, su silueta replegada luego de trastabillar y casi caer, en apariencia indiferente al menoscabo de su dignidad como la gente que pasaba a su lado. Cuando se irguió de nuevo, un trallazo de conmoción lo hizo estremecer: frente a él, a escasos metros, varios maniquíes se disponían en hilera ocupando los escaparates de unos grandes almacenes. Santiago percibió un inexplicable sobresalto al principio ante el hieratismo humanoide, como esas figuras de cera que tienen algunos museos con cierto aspecto espectral, tamizado después por el raciocinio de la comprensión. Sólo se trataba de imitaciones de cuerpos, rostros planos y angulosos de niños o adultos en actitudes inacabadas. A uno lo estaban desnudando para volverlo a vestir, y más que pudor ridículo sintió una especie de repelencia compasiva, igual que si estuviera viendo amortajar a un muerto.

La elucubración, apenas esbozada, cristalizó al llegar a casa. Santiago no era hombre de supersticiones ni oscurantismos, entre otras razones porque desde su reglado cartesianismo ni siquiera se lo planteaba. Pero sin querer, una y otra vez, iba re-produciendo aquellas imágenes en la película de su recuerdo mudo hasta convertirlo en obsesivo: dos empleados quitando un maniquí de su pedestal, frío y rígido, en cueros, descoyuntado con saña ágil y profesional, tal que si fuera uno de esos cadáveres con el rostro vuelto que aparecen en los telediarios arrumbados en cunetas de carretera, envueltos en una limpieza que tiene algo de aséptica e inhumana.

Durmió mal aquella noche. Asignar identidades imprecisas en un mundo de caras y voces heterogéneas suponía un esfuerzo baldío para Santiago Fidalgo. Y más aún si se trataba de una cosa u ob- jeto, aunque pudiese alcanzar la categoría de fetiche. Inapetente más que despistado, indiferente a todo, nunca se fijaba en nadie, rehuía usualmente el trato con los demás cuando sobrepasaba lo imprescindible, no se le conocían ni amigos ni enemigos, era una isla perdida en un océano de anodina cotidianeidad.

Por eso resultaba extraño la insomne pesadumbre que ya lo iba ahogando en un tormento intolerable. De la misma forma que si tuviera que adivinar la combinación de una caja fuerte, cerraba los ojos para llamar al sueño y se le iban apareciendo fotomatones imaginarios de personas diferentes junto al maniquí, desfigurado, vestido y ya puesto en pie. Cuál sería su identidad exacta, se preguntaba entonces, el rostro correspondiente.


Malogró la noche como malogró el día en un tumulto abotargado de pesadilla. Ésa fue la única vez en que llegó tarde al trabajo, atacado por la misma desidia administrativa que le suscitó el chirrido de herrumbre al abrir un cajón de su despacho. Trató de recuperar la compostura, volver a las andadas de la inquebrantable eficacia como pauta a seguir. Pero a las doce y quince sucumbió a la evidencia de que se encontraba enfermo y que acaso debiera por unos días, tras una brillante hoja de servicios en la empresa exenta de la menor proclividad al absentismo laboral, pedir la baja médica. Le diagnosticaron agotamiento, le recetaron unos brebajes nauseabundos que él tomó con fervor religioso, y le mandaron una semana de reposo en casa antes de regresar a la oficina. Aglutinado en torno a la creencia de que estaba malo de verdad y que con las prescripciones facultativas sería pronta su recuperación, cumplió a rajatabla los mandatos galenos. No salió a la calle durante ese tiempo, se pasaba casi todo el día echado en un estado de seminconsciencia voluntaria que a más no tardar habría de percibir sus frutos. Abandonó a Ciro a su suerte, clausuró las tardes hipnóticas en que examinaba con curiosidad filatélica un tesoro indecible cuyo valor sólo se cifraba por un vértigo de años; y cuando concluyó que se había repuesto del todo, resolvió diluir la pesadilla que lo perseguía cada noche convencido de que era producto de la tensión laboral, acumulada en bandas concéntricas en las estalactitas de su alma durante miles de amaneceres, y que ahora precipitaban en la gruta de su pensamiento con doloroso vigor.

Para sentirse fuerte y victorioso hizo la prueba del nueve la víspera de su regreso al trabajo: de un cajón del armario desvencijado que tenía extrajo una ristra de fotos, instantáneas de familiares sonriendo a la cámara desconfiados o sin asombro mientras establecían muestras de afecto con él, señuelos de vínculos atávicos no siempre conexos pues algunos eran incluso anteriores a toda posibilidad de memoria. Santiago los iba escudriñando uno a uno con puntillosidad científica sin advertir un ramalazo de nostalgia o melancolía. Zompo a cualquier sentimentalismo, buscaba en ellos no un recuerdo de ternura agazapada que casi nunca encontró, sino la fría e incuestionable creencia de que no tenía que rendir cuentas con el pasado, el rostro de un muerto que vuelve en vida y se adosa a la propia sombra espoleado por la mala conciencia. Durmió plácidamente aquella noche, síntoma inequívoco de que sus males habían pasado por completo.


Ya restablecido y hábil en determinación, retornó a sus quehaceres cotidianos instalado en un parejo desasosiego sin tregua: el trabajo y el calor. De hecho, el verano estaba comenzando a dar sus primeras dentelladas y en la empresa debía culminarse en breve plazo el inventario del ejercicio anterior, tarea para la que Santiago estaba llamado a representar un papel fundamental, no obstante su experiencia y profesionalidad contrastadas suplían cualquier contratiempo de última hora. Envanecido por un rumor que se corría de boca en boca, según el cual en la oficina siempre había existido una doble contabilidad, la guardada en los disquetes informáticos y la registrada en la cabeza de Fidalgo, se entregaba a su labor con una dedicación rayana en lo anormal. Se pasaba las horas muertas ante un flexo inclemente añadiendo o restando cifras que debían cuadrar, buscando errores, cotejando las cuentas con insana testadurez. Sólo cuando salía a las tres se percataba que tenía los ojos inyectados de sangre, el aire parecía fuego y existía el mundo. Sólo cuando dejaba la oficina intuía su condición mortal.

Porque inhumano era el entrar en casa a media tarde como quien accede dignamente a un horno crematorio a sabiendas de que lo van a gratinar. Más que hogar, la vivienda reunía una especie de peculiaridad refractaria que la convertía en nevera en invierno y asador en verano. Pese a todo, Santiago se las industriaba para distraerse entre sus cosas consiguiendo un estado próximo a la catalepsia que lo hacía inmune al frío o al calor. La colección de sellos, los crucigramas, la vetusta enciclopedia de la Segunda Guerra Mundial, cualquier chapuza doméstica pasada por bricolaje en su invención lo ponía a salvo de todo, los rigores del clima y el transcurso indecoroso de las horas, un residuo de soledad, el tedio. Hasta aquella tarde en que sintió fiebre y vio cómo Ciro se extendía desvanecido en medio del pasillo igual que un felpudo esmirriado. Eso le alarmó, no por el gato y sus supuestas vidas gastadas, sino por la suya propia conocida que acaso fuera única y legítima de preservar. Por eso olvidó en reparar si había dejado el gas abierto o la radio encendida, el cerrar tras sí sin advertir que el felino hubiera marchado también. Como un preso en la fuga, le urgía una indómita necesidad de huir de un infierno que momentos antes consideraba morada. Pero Santiago buscaba únicamente espacios frescos, umbrosos, la libertad para él no dejaba de ser un ideal abstracto dentro de una maraña de palabras, cosas y nombres.


La ciudad ardía con los rescoldos de su misma vorágine. Pasaban cinco minutos de la ocho de la tarde cuando la extenuación lo dejó sentado en un banco junto a una fuente sedienta: el espejismo de que brotase agua era paralelo a la certeza de que hubiera llegado hasta allí obedeciendo a su propia voluntad. En algún meandro de la razón sospechaba que era resultado de una pulsión interna y no premeditada. Como si lo reconociera en una aproximación inexacta, pensó que ya había estado antes pero no sabía cuándo ni cómo.

Las copas de los árboles rozaban el cielo con su abigarrada floresta y unos niños pateaban un balón en discusión montaraz. Se concedió la licencia de creerse dentro de un rapto ficticio, la imaginación formulada de haber vivido ese mismo instante en otro momento de su existencia y en el mismo lugar. Como si hubiera podido trazarse un nuevo destino y se hubiera extraviado al intentarlo hacer. Pero las circunstancias cambiaban, los personajes eran otros, la perspectiva incluso. Santiago se puso en pie y notó con alivio una familiaridad recobrada: se trataba del parque en el que estuvo un día antes de caer enfermo, sin duda consecuencia del estrés laboral. ((No debe tomárselo tan a pecho, señor Fidalgo -le dijo uno de los jefes con una palmadita en el hombro cuando regresó de nuevo al trabajo-, usted ya sabe que entre nosotros es una pieza impres- cindible, pero le recuerdo también que nada hay insustituible en esta vida y que lo primero es su salud)). Recordaba ahora estas palabras con una bruma de orgullo y oprobio por lo que habría querido decir: en el fondo siempre intentaba eludir todo vaticinio, cifras y descuentos y porcentajes de ventas eran lo que poblaba su cabeza, hechos como el heroico desembarco de Normandía, el sello descolorido de Amadeo de Saboya o mirar antes de cruzar la calle para evitar que a uno lo atropellara un coche.

Así lo hizo Santiago, revestido de un aplomo ignorado que al comienzo juzgó tenaz, cuando se detuvo en una esquina y vio a su izquierda los mismos escaparates que en su desesperación nocturna habría anhelado dinamitar. Sabor a victoria en vez de regusto amargo fue lo que se le depositó en el paladar. Si un niño justifica y pretexta la sensación de miedo en la oscuridad, alcanzó a preguntarse entonces, por qué un adulto no podría exteriorizar una pequeña crisis nerviosa en unos simples maniquíes que se le aparecen en sueños. Apuntó un esbozo de sonrisa despreocupada, que no llegó a cuajar. Con un estrépito de galerna, desde el otro lado de la calle, un camión irrumpía bruscamente en su campo visual subiéndose a la acera para estacionarse justo hacia donde Santiago miraba. Nunca le había estallado tan fieramente la rabia como en esos precisos segundos ante un acto de incivilidad consumada, la rabia y la inquietud al comprobar cómo dos hombres bajaban con cadencia de simios de la cabina, abrían las portezuelas de atrás y entraban con aire dispuesto en los grandes almacenes. Se acercó más, como buscando un reclamo del escaparate, al inicio creyó que sólo con la mirada, pero sin esperarlo se encontró de frente a un tipo cargado con un bulto.

-A ver...
-Deje paso, haga el favor -le reconvino el otro.

No ofendían ni tan siquiera reclamaban. Afanados en una labor de trasiego, era lógico que llamasen la atención a cualquier persona que se pusiera en medio, pero a Santiago tal actitud le reportó una sensación de hiriente desprecio. En un aparte de la calle, buscando algún cobijo en su recóndito interior, rozó con los dedos la luna del escaparate: del cristal se transparentaban los rostros angulosos e inexpresivos de la vez anterior. Dos chicas se detuvieron junto a él, hablaban a gritos indicando una falda tableada color castaño que llevaba un maniquí: la luna no sólo transparentaba simulacros de elegancia vestida, también podría reflejar la desnuda ordinariez, el puro egoísmo, la cruel soledad. De pronto, se le emborronó la imagen igual que si el cristal hubiera sido empañado por su aliento. Hacía demasiado calor, y los ojos de Santiago estaban llenos de lágrimas en el ocaso de una tarde de verano cuya luz adquirió un reflejo de almíbar. Hasta que lo devoró la noche con su insaciable apetito.

Acogido a la indiferencia con que el mundo lo obsequió desde siempre, deslizándose en la oscuridad, permaneció allí un buen rato. Los hombres proseguían su trajín silencioso. Las luces del escaparate brillaban como una atracción rutilante, especial. Del trasiego de bultos habían pasado al transporte de cajas. A Santiago le fustigó la sangre en una sien cuando vio cargar a hombros el armazón de un maniquí, miró hacia los expositores y conjeturó que no sería el único. Nadie es imprescindible, rezó entre dientes como si fuese una letanía quejumbrosa, ya nadie lo es, rígido y pétreo como una estatua de sal. No pensó o dijo nada más, insensible al bramor traqueteante del camión cuando se puso en marcha.


Tres días después, una radio encendida declamaba la desaparición de Santiago Fidalgo. Intoxicado por el dulce veneno del sopor, Ciro bostezó, se dio la vuelta y continuó durmiendo. Aún le quedaban varias vidas en la recámara.



Jos, satisfecho, todavía algo “zombi”. ;-)
Ref: a Jos de Arga puesto el 20/1/100 23:13
Enhorabuenaaaaaaaaaaaa!!!!

¿Ves?, después de todo, aún vas a empezar a publicar a edad más temprana que el autor de "Todos los nombres", porque lo publicarán, ¿no?.

Pues eso, que me alegro un montón:-))))