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HECHIZ0S EN LA NIEBLA
Amiga, Circe,
Vivir es navegar a través del tiempo.
Los siglos traen nuevas tecnologías, pero el alma sigue siendo la misma, sentir la fresca brisa del mar acompañada del calor humano, es igual en la red que en el océano.
Encontrar viejas amistades -casi tres mil años después- a lo largo de nuestro periplo, aunque sea en mares distintos, porque, en el fondo, tienen el mismo color, es sentir brotar la alegría en nuestro corazón.
Pasa la vida, los nuevos derroteros nos llevan a horizontes diferentes, los amores que la fortuna quiso depararnos otrora quedaron en la estela espumosa, tornando a ser agua tranquila tras su apasionada efervescencia. Tal vez una punta de despecho, o de celos, fue el último adiós. Tal vez, al poco tiempo de esas tristes despedidas anhelamos volver la mirada, decir un “lo siento”, que ahogóse en estúpido orgullo. Luego los años, poco a poco, fueron desvaneciendo los dulces recuerdos, las tiernas palabras, los cálidos abrazos y las sabrosas mieles de los albores encadilados.
Nuestras proas avistaron nuevos puertos, recalando finalmente en alguno cuyas aguas nos parecieron suficientemente profundas y claras como para varar definitivamente en su arena. Qué inmenso placer hallar un abrigo en el guarecerse de la tempestad!. Qué hermosos los brazos de esos espigones cuya protección cobija a los avezados marinos como si de niños desamparados se tratara!. A partir de ahí las escalas anteriores se transforman en olvidados destellos que alumbran intermitentemente como faros que jalonaron la ruta recorrida. Pero el hado, a veces, quiere traer a nuestras vidas una segunda oportunidad, otra posibilidad de poder manifestar aquel “lo siento” apagado en nuestro pecho con lluvias de vanidad, y permite que las derrotas de los vetustos veleros vuelvan a cruzarse inesperadamente. Sus siluetas se difuminan en la bruma, oteamos, sorprendidos aquellos contornos que antaño fueran tan familiares, miramos los astros, tiritantes y azules a lo lejos, nos damos cuenta de que sí, de que son los mismos, “aunque nosotros, los de ahora, ya no seamos los de entonces” y entrecerrando los ojos observamos en el puente al otro navegante, también con su palma a modo de visera tratando de cerciorarse de quién somos. Los sueños pasados se precipitan en cascada, nos aprestamos a izar las pabellones de saludo, engalanados con la dicha del recuerdo, firmes sobre cubierta, gritamos desde el fondo de nuestro pecho: ¡“honores por estribor”!, continuamos emulando a Neruda, sentimos una punzada de celos: “de otro, será de otro, como antes de mis besos”, y pensamos: “ya no la quiero, aunque sí, tal vez la quiero un poco”.
Apresurados lanzamos nuestro mensaje embotellado, “con el último dolor que ella nos causa, con nuestros últimos versos”, conservando el recuerdo de una hermosa y eterna amistad, que tal vez sea mejor olvidar.
Circe, tus encantos de hechicera no han sucumbido con el paso de los siglos, ha sido un placer tu reencuentro.
Siempre tuyo, Ulises
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LOS ENREDOS DE ULISES
Saladas sirenitas:
Tras mi regreso a Itaca, después de tanto tiempo fuera, encuentro, como quien viaja al futuro, un inimaganible mundo virtual, espejo en el que se reflejan, claro, a la vez el grado de desarrollo y de demencia que ha alcanzado la sociedad tres milenios después de mi Odisea.
Mi adorable Penólope, ya cuando me vio partir al rescate de la hermosa Helena, esposa de mi amigo Menelao, no se quedó muy conforme, recordándome el cancionero tradicional, en palabras de Juan de la Encina:
“¡Cucú, cucú, cucú!.
Guarda no lo seas tú.
Compadre, debes saber
que la más buena mujer
rabia siempre por joder.
Harta la tuya bien tú.
Compadre, has de guardar
para nunca encornudar;
si tu mujer sale a mear,
sal junto a ella tú.”
Otra vez yo en el hogar, enterada ella de que estuvimos diez años asediando Troya, hasta que les colamos el caballo -como si del seis doble se tratara- me costó todos los dioses del Olympo y ayuda convencerla de que si yo retorné al redil dos lustros más tarde que el resto de la flota fue por que me retuvieron, la mayor parte del tiempo, los hechizos de Circe y Calypso. “No fue culpa mía, cariño, le dije, ¿qué puede hacer un simple mortal ante los trucos de las ninfas y las diosas?”. No le terminó de convencer, pero, bueno, cuando le conté la idea de hacer una cama para los dos (alarmando la moralidad de mis conciudadanos), debió pensar: “algo interesante le han enseñado esas dos arpías, y, después de todo, no hay mal que por bien no venga”, dejándomelo pasar.
Una vez aquí, en Itaca, con todo lo que ella ha tejido, guardando velo, (lo que, la verdad, también a mí me cuesta creer, porque, digo yo, ¿cuándo dormía?), pues bueno, dice que ya vale de navegar, que le echo mucho cuento a esto de la red internáutica, que a ver si, con tanta malla, me voy a quedar pillado en algún pespunte. Y, por aquello de que llueve sobre mojado, está cantidad mosqueada al saber que en esta agua cibernéuticas también abundan las sirenas, lo que le reaviva el fuego de los celos que, si bien está para excitar un poco, mucho mejor es para el insomnio.
Piensa que puede ser otro de mis ardides (al parecer entre un tal Homero y un tal Montanelli me han puesto fama de astuto y de embustero), y, con tanta maravilla de la técnica, pues me hace dejar abierta la puerta de la habitación donde tengo el PC (es el nombre de mi nuevo barco), no sea que se materialice alguna de esas magníficas virtualidades veleidosas que en ciertas páginas se anuncian y salga de la pantalla para hipnotizarme (sabe que me resulta imposible resistirme).
Dice que eso de que yo ordenase me ataran al mástil para evitar verme arrastrado por el canto de las sirenas, no se lo cree ni con polvorones, pero que bueno, (y aun así dice que tengo mucha cara por decirle que su canto era irresistible, porque, me pregunta: ”¿qué es más infedilidad: el revolcón o la atracción?”. Y yo, la verdad, no sé que responderle, pues lo primero puede evitarse, pero no lo segundo, y entonces, me digo: “¿qué remedio puede haber contra eso?”, y comienzo a comprender a los musulmanes y su costumbre de cubrir completamente a su féminas, recordando el dicho católico típico de nuestra sociedad victoriano-franquista: “quien evita la ocasión, evita el pecado”, y aquel otro: “el hombre es fuego, la mujer estopa, viene el diablo…y sopla” (por eso lo mejor era alejar a las palomillas de la luz).
De modo que, así las cosas, me ha lanzado un ultimatum, me ha dicho: o el chat o yo. Le he explicado que no pasa nada, que todo es de mentirijilla, que no son sino palabras escritas, “…papeles que ha de barrer el viento, tristeza de tinta que ha de borrar el agua…”. Pero, nada, dice que tararí, que tengo un enganche de tres pares de narices: “¿es que no te veo yo todo el día sentado delante del monitor, con febriles sudores en cuanto te separas?. ¡Si hasta hasta has aprendido a escribir a máquina, so caradura!. Y, además cualquier día de estos conseguirán que esas imágenes salten de verdad de la pantalla, ¡si ya se puede incluso palparlas con esos guantes que parecen obra de la… de Atenea!”.
En fin, preciosas perlas de mar, yo no sé qué hacer. En su día superé los vicios de la heroína, de la cocaína, del alcohol, del hachís, del L.S.D., de las meretrices, y ninguno más (no quiero mal entendidos), guardando –un poquitín- el del tabaco, para recordar que, aun rey, soy humano, pero este de la red… ¡me tiene sorbío el seso!. Así que, enajenado, no estoy en condiciones de discernir. No quisiera verme abandonado por Penélope y solitario en mi periplo, de modo que de vosotras depende: ¿sigo enredando o hundo el barco?.
Si me queréis ayudar a resolver el dilema me podéis mandar las botellas con vuestros mensajes, sería un placer oir vuestros cantos al destapar mi mail gw16611@autovia.com
Que los soplidos de Eolo os sean favorables.
Ulises
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LA ÚLTIMA RONDA
La fría y lluviosa tarde de invierno aumentaba la tristeza del óbito. “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”, pero… ¿son los muertos?. Eso no lo sabemos. Sí sabemos, aunque no porqué, que la muerte siempre causa pena. Sabemos que en esos momentos de rostros eternamente inexpresivos recordamos aquellos otros, todos de golpe, en los que esas mismas facciones sonreían, lloraban, enternecían… y enternecen. Pero también el dolor “se agrupa en mi -nuestro- costado”, hasta dolernos el aliento, cuando quien se ha ido no supo mostrar su cariño hacia nosotros, incluso cuando no lo conocemos y vemos sus deshechos y mutilados cuerpos en la tele.
El dolor de la muerte, como todos, curte a las personas, y se acaban habituando a él, sin que por ello sea menor.
La muerte nos rodea a diario, pero en la gran ciudad da la impresión de que sólo nos golpee como algo azaroso e improbable: puede que sí, puede que no. De vez en cuando la guadaña siega a nuestro alrededor, sentimos el frío de su hoja, pero si es así es porque no nos ha rozado, cuando eso ocurre no sabemos qué se siente.
En los pueblos pequeños, en la España profunda, la muerte está más presente en la vida de todos: esas pequeñas poblaciones forman un entramado familiar que abarca la casi totalidad de su tejido social. Es mala época la llegada del otoño en todas partes, pero en esa España se nota más. El pueblo entero asiste al entierro, la campana lo anuncia en todo el municipio durante todo el día. Al llegar la tarde se agrupan en el atrio de la iglesia, las mujeres entran en el solemne recinto, los hombres aguardan fuera, charlando, fumando, habituados a este ceremonial consuetudinario, acostumbrados a la amargura, y también a la falsa afectación, y a los pésames huecos.
Finalizado el rito religioso la iglesia se vacía. El coche fúnebre carga el pesado fardo de un peso muerto que cuesta moverlo Dios y ayuda. La arteria principal del pueblo, cuya angostura sólo permite el paso de un coche, ha sido cortada al tráfico, es de un solo sentido, y hoy se utiliza en el contrario del habitual. El cortejo, encabezado por el párroco, sigue la marcha del chófer. El dolor se va difuminando en la medida en la que la hilera de gente es más larga. Cruzan el pueblo entero, desde la plaza hasta donde se inicia el camino del cementerio, desde donde, finalizada la rueda protocolaria de condolencias, el dolor de la soledad de los que se quedan -ese sí sabemos que existe- se va alejando hasta perderse tras las puertas del camposanto, al tiempo que el invernal ocaso enrojece ese cielo que parece encerrado entre montañas.
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CON VISTAS AL MAR
La casa está casi donde debería estar, en un pueblecito costero del Mar Menor, con el agua lamiendo la arena y ésta orillando las ventanas del dormitorio. A través de ellas lo primero que se ve son las copas de los pinos y palmeras paseando por el paseo que bordea la playa, tras los que el cielo azul se va tornando blanquecino por los rayos solares d ella hora temprana, ya casi primaveral, hasta tocar los grises montañosos que circundan este lago salado, manso, y moteado de manchas marinas, espejos caprichosos de la brisa, y también del firmamento.
Las casas de mis veinte años no se orientaban hacia un mar encerrado, sino al Mar Mayor, como llammos por aquí al Mediterráneo (¿qué pensarán los habitantes de la Isla de Pascua?), en el que el horizonte es una línea indefinida y rasa que se difumina entre e cielo y el mar, aunque, a veces, algunos amaneceres, las numbes se funden con la mar en un extraño espejismo de colinas rojigrises. Entonces no era necesario erguirse en la cama para contemplar la marítima superficie, con recostarse en la almohada era suficiente. Aquellas casas no tenían ventanas, sino ventanales, pasos a otra dimensión, recuerdos de tus luceros enigmáticos mensajeros de tu misteriosa alma. Tampoco las ramas interrumpían la visión de aquel “horizonte que siempre está más allá”, ni podían contemplarse los palos de los veleros aletargados, meros reflejos de un materialismo consumista que construye puertos sin saber que éstos son siempre lugares de partida y de llegada, no de estancamiento. Fueron muchos años mirando nostálgicamente la inalcanzable raya horizontal, tantos como los que ahora tengo. Fue mucho el tiempo que contemplé, solitariamente, mis ilusiones proyectarse en el cristalino espejo de la luna y las estrellas. Esa fue una soledad dolorosa y atormentada, sobrecargada de un deseo incapaz de descargarse, confundido y superpuesto a una ternura y un cariño que son los nuevos colores del cuadro que mis sentidos perciben ahora.
En un mes he cumplido ciento veinte años, aunque ya haga nueve que cumplí quinientos. Son aquellos los que han vuelto a lanzar la pluma entre mis dedos para, esta vez, añorar sin pudor ni temor lo más hermoso de esta vida: tu confianza y tu rubor, tu mirada sincera y enamorada, los suspiros de tus besos, la tibieza de tu piel y el ardor de tu pasión, ¿acaso es otra cosa el amor?.
¡Ah, mujer soñada, eres sólo una ilusión perseguida que, a veces, se convierte en realidad, dejándote alcanzar por los locos del amor!. Sería muy hermoso que en estos momentos estuvieras a mi vera, arrullada en mi pecho, escuchando mi dolor, inspirando mi alegría y hablando de tu yo.
La espera ya no es angustiosa, porque tras haberte conocido sé que existes, tu sabes quien soy yo, y también me necesitas como los pétalos los rayos del sol.
Dulce soledad que te sueña y te forma a su antojo, regresa al mundo real, y ya que no puedes remediar tu hambre mas que a través de la lírica escrita, vete a desayunar, que ya va siendo hora.
PRIMAVERA 99
SERBANTES
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A TRAVÉS DE LA PERLACHA
Los pasajes con los que se iniciará esta columna son extractos de cartas de una presa en una cárcel española escritos entre los meses de marzo y junio del presente año y los textos que seguirán a los mismos se han inspirado en ella, quien los conoce y comparte su contenido. El anonimato de su identidad no se debe a convencionalismos, ni a que sienta vergüenza de haber vivido del modo en que hasta ahora lo ha venido haciendo, convencida de que nadie está obligado a renunciar a su pasado. Además su deuda con la justicia está pagada con cuatro dolorosos años de cárcel, por lo que la sociedad no está en posición de reclamarle nada más. Si prefiere permanecer en la oscuridad desde la palestra pública es por no someter a la pena de marca a su familia, sobretodo a su nieto de dos añicos, a quien quiere como sólo una abuela de treinta y ocho es capaz de querer, ni a su hija de veinte, quien a los quince años ya sufrió la crueldad de los reformatorios españoles, y porque no pretende vanagloriarse de los hechos que, en algunos casos, puedan presentarse en clave de humor. El anonimato del autor -del mío- obedece, obviamente, a no facilitar a la morbosa curiosidad el camino que conduciría al verdadero nombre de Alicia, un personaje de leyenda, que no de cuento, como se irá desvelando a través de su peculiar historia. (Martes, 11 de mayo 99: “…y claro que no voy divulgando mi vida ni mi pasado, pero tampoco tengo especial interés en divulgar nada: soy lo que soy, y soy como soy, quien me juzgue por ello no vale nada, por lo tanto sino lo tengo cerca, mejor”.
Invirtiendo los términos de lo que ha de ser el formato normal de estas tomas, testimonios vivos de ese mundo que, estando tan próximo al que formamos la mayoría de las personas en la actualidad española, se encuentra tan alejado y marginado, reproduzco el siguiente extracto de una sus cartas:
Viernes, 14 de mayo-99: VER TAMBIÉN SÁBADO, 10 DE ABRIL
“No veas qué rollo. Hay una chavalita charlando con su marido por la perlacha (ventana), -los chabolos (celdas) del primer y segundo módulo masculinos están frente al de mujeres, del que se encuentran muy cerca-, por eso llevan rejas muy tupidas, para que no se vea a los tíos. Pues eso, ellos se conocieron charlando por la perlacha, y se casaron. Aquí, en el talego, siempre están de bulla por la ventana. Pero se camelan (quieren) un puñao. Hace un rato mantenían este diáologo:
-Nena, cuando salgamos, ¿qué te apetece papear?.
-Yo quiero comer flan.
-¿De huevo?.
-No, de huevo no, yo lo quiero de vainilla.
-De vainilla o de chocolate, nena, lo que tu quieras.
Se callan.
Al rato:
-¿Nena?. Silencio. ¿Nena?. Silencio ¿Nena?… ¿qué pasa, me ignoras?. ¿Eh?, cómo me haces esto?, nena, ¡con lo que yo te quiero!.
-Oye, cariño, que yo no te ignoro, ¡con lo que yo te quiero!, ¿ómo te voy a ignorar?.
Y lo mismo, o parecido, a diario.
Esto es un pasada. Pero, bueno, ahora las boquis (funcionarias), se enrollan, saben que hay tres o cuatro chabolos en los que las tías tienen al marido en el módulo, y las dejan que se desarrollen por la ventana. Antes daban parte, y, claro, tres meses con la redención cortada. Ahora no atacan tanto con los partes, porque como ya no hay redenciones, sólo se pagan los días de aislamiento.
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Sí, querido lector, es lo que parece: las presas y presos, abrumados por la soledad, una soledad no querida y dolorosa como la que más, inimaginable para quien no la ha conocido, encuentran con quien hablar a través de un reja por la que no se ven. En esas circunstancias es fácil encontrar consuelo y apoyo en quien nos puede escuchar, aquí no hay posibilidad de elección, no cabe decir “quiero que mis amigos sean así o asá”, no vale aquello de “me gustan las rubias con mucho pecho, o las morenas bañadas con luz de luna, o las sonrisas ingenuas y espléndidas a lo Brad Pitt”, no, aquí la natural sociabilidad de todo ser humano, tendente a compartir con un alma gemela nuestros más recónditos pensamientos -inacabables porque cada día surgen otros, siendo esto lo que permite, raras veces, perpetuar una relación manteniendo viva la llama del cariño y la pasión- sólo halla un cauce, triste, y por eso mismo más bello, para encontrar lo que la mayoría de las personas deseamos. Y yo me pregunto: “¿es posible reinsertar (cuestión difícil si no se ha estado previamente insertado) a las personas, alejándolas del trato social, de ese cariño en el que nos refugiamos como cobijados en una gruta de la intemperie nocturna?.
Descabezatíteres
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